Siempre había querido que mi vida estuviera rodeada de niños, a lo mejor será porque yo siempre me he sentido como una niña que se resistía a hacerse mayor.
Siempre había querido dedicarme profesionalmente a cualquier cosa que estuviera siempre relacionado con los niños, siempre me he sentido en mi auténtico mundo rodeada de esos ángeles inocentes que tanto me aportaban como persona y tan bien me hacían sentirme. En definitiva, estar rodeada de niños me hacía ser feliz.
Pero todo
cambió el día que fui madre. Y no me refiero a un cambio sustancial, sino al comienzo de una vida nueva. Nunca pensé que se podía querer tanto a alguien, desde ese día en que Dios me regaló el poder sentirme madre empecé a comprender y hacerme una idea de lo que la Virgen María pudo sentir y sufrir al ver el calvario por el que hicieron pasar a su Hijo. Ese Hijo que por encima de lo que simboliza para el Cristianismo y por encima de lo que Ella sabía que iba a suceder y por lo que tenían que hacerle pasar, era parte de su profundo ser y de sus más profundas entrañas, a partir de ese momento comprendía que no hay nada comparado con el dolor y el sufrimiento de una madre por el sufrimiento de un hijo.
Teresa y Martín son los dos tesoros más grandes que Dios me ha ragalado, ellos son mi gran triunfo y su felicidad es mi meta desde el día en que vinieron al mundo.
En sus caras veo el inmenso Amor de Dios y en sus corazones palpitan la felicidad de vivir y por consiguiente mi felicidad.
Os presento a mis dos tesoros y a mi razón de vivir.
Ellos son Teresa y Martín.